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jueves, 22 de junio de 2017

¡Oh! Divina Caja de Pandora




Un añeja y combativa glosa, en memoria de Don Pompeyo Márquez.

¡Oh! Divina Caja de Pandora

I.-

“…No country can suppress truth and live well…”
E. Pound

Tiene razón un amigo mío al indicar que nada hay más apuntado en esta hora que apelar a los términos de “actor” o “actores” cuando “hablamos de”, “escuchamos a” o “pensamos en” aquellos abnegados señores de las circunstancias que dedican las horas más preciadas de sus vidas a cultivar esa ciencia hermética -en sus propósitos- y errabunda -en sus logros- que se ha dado en llamar “la política”. ¡Oh! Divina Caja de Pandora que incansablemente se afanan en forzar esos abnegados cultores de ciencia tan esquiva; tales señores se caracterizan por su indoblegable pregonar del bien del prójimo, mientras se benefician de la caída del próximo distraído que se deje embelesar por su verbo enfermo.

Pero no deja de ser eso una verdadera injusticia con el noble oficio del actor, si lo entendemos como vocación sincera de quien desea comulgar con sus congéneres, todas las miserias y alegrías que comporta el hecho de haber nacido dentro de un saco de piel con nombre de hombre, mas sin la nobleza de aquel ser que nació con piel de lobo. Se le achaca al lobo toda suerte de innoblezas, mas no es su culpa. Siempre ha sido culpa de un pregón con aspiraciones escénicas, sea éste un “político de oficio” o un actor-perseguidor de subsidios gobierneros, calamitosa especie que también se ha prodigado en nuestras tierras.

Quienes en la antiguedad presenciaban una escena teatral, hijos de la polis, eran conceptuados sencillamente como espectadores, gracias a los atributos inmanentes del hecho teatral: a esa propiedad suya de emular la realidad o de poder representar o invocar una realidad mítica como algo factible. Pero las artes escénicas han sido trastocadas (para su beneficio) por la experimentación implícita en la modernidad, con lo cual hoy se reclama una participación más activa de parte de quienes van curiosos a ver qué sucede sobre las tablas, la arena, la calle, o donde sea que se monte una fábula.

En ese aspecto el teatro y su culto han avanzado por nuevos derroteros, han tocado puertos más lejanos de los que cabría esperar de la política. Desgraciadamente, bellas artes y cultura han sido siempre unas cenicientas sin príncipe ante política y juego diplomático. Y, siendo el teatro una suerte de ritual cultural, su influjo ha llegado a menos gentes de lo que sería deseable. El actor creyente de su misión (y con ello quiero decir que el actor son todos los que viven por y para el teatro) es, grosso modo, una persona que vive por y para la polis, mas raramente logra entrar en comunión con ella “in extenso”, debido a que no persigue imponerse a la manera en que lo hacen los políticos.

La paradoja la tendremos plantada ante nuestras narices si observamos a los “cultores” de la oscura y errática ciencia de la política, esos señores cuyos desmayos deberían ser ocupados por la polis real, por esa comunidad que vive entre breves alegrías y hondos padeceres. Tales señores -de quienes acaso infructuosamente todos esperamos que antepongan bien común a su beneficio personal- encarnan, en su gran mayoría, un enorme despropósito, tanto en terrenos del entendimiento como del sentimiento, en lo que corresponde a su particular noción de la política y lo que debería ser su verdadera actuación, es decir, su labor en pro de la polis. En su gran mayoría han adquirido un lamentable gusto por el ademán histriónico, la pantomima, la payasada: toda una red de simulacros que les ayuda a sacar provecho de quienes les dieron un voto de confianza para regir los destinos del colectivo. Y si tal despropósito ha echado raíces en esa su noción de la política, es gracias a una aberrada valoración del prójimo, a quien tan sólo pueden ver como simples espectadores de un circo en el que ellos ponen el gran pan o la gran torta. A la par, sufren de una aberrada valoración de sí mismos, lo que equivale a decir que adolecen de una aberrada valoración del humanismo.

Pero no comparto yo el que algunas personas pretendan colocar a “casi” todo mundo en idéntico saco (lo que para mí no es otra cosa que poner a todo mundo en saco roto), cuando se refieren a los “actores políticos” que hoy dirimen la conducción del poder político en Venezuela mientras, de paso, se le confiere un cariz de “diablo en masa” a la gente de a pie que reclama su derecho al libre albedrío o manifiesta abiertamente su desacuerdo con quienes hoy ejercen ese poder político de modo autoritario y ramplón. Presiento que tal masa no es tan etérea o amorfa como algunos predican. Acaso tampoco sea tan vasta, pues es una suma de individualidades. Y si no hubiere individualidades latiendo allí, entonces asumo mi error o mi infante credulidad en la existencia de las infinitas vertientes que confluyen en esa experiencia única, irrepetible de ser persona indivisible. Pero siempre preferiré pensar (y esperar) que no muy lejos hay una dama o un caballero, un niño o un anciano; una excelsa minoría para siempre inmensurable que bastará para definir nuestros pasos, pechos y gestos en la vida. Al fin y al cabo, es esa suma de individualidades la que, conjuntándose, hace la vida de la polis.

Suelen argüir, quienes se dan a comparaciones que no implican una ética toma de posiciones, que el actual gobierno y sus opositores son caimanes de un mismo pozo. Dicen, por ejemplo, que los canales mediáticos del gobierno actual son “menores” que los de quienes se le oponen y que, amén de disponer, el llamado “frente opositor”, de mayores medios de difusión, adolece a su vez de los mismos vicios y males que el gobierno, en mayor o menor grado. Yo diría que más que comparar la cantidad de los mensajes de uno y otro bando, lo que tenemos que hacer es atender a la calidad de los mismos y a develar su uniformidad cuando sea patente, lo cual ciertamente es muy común. ¡Pero, por favor! ¿Es que nadie ha escuchado las propuestas sinceras del señor Pompeyo Márquez, plenas de sentido común, clamando por la reconciliación del país, en los últimos meses? ¿Cómo podría alguien, con un mínimo grado de sentido común, decir que el señor Márquez es copia exacta de un vicepresidente (¡cómo rima con José Vicente!) que ha transgredido todos los linderos del cinismo y la desvergüenza? No señor. Ni calvo, ni con dos pelucas.

Y no podemos permitirnos el dejar de lado lo siguiente:
a) que no son “menores” ni subestimables los canales de fuerza del gobierno actual ante el poderío mediático de una parte, óigase bien, sólo una parte de sus opositores;

b) que tal gobierno pareciera reclamar el abismo a gritos, pues sus voceros se regodean en un palabrerío perdido, barnizado de civismo pseudo místico, una suerte de sectarismo-democrático (!?!), mientras no les tiembla el pulso para lanzar a la nación por un despeñadero, al conferirles “don de mando” a mediatizados micos, para que cuiden los pertrechos militares y dicten cátedras de moral y luces tan “ejemplarizantes” como un concierto de latigazos en la espalda. Mediatizar y soltar a sus micos fue fácil, difícil será el recogerlos;

c) que tal gobierno desmenuza ampulosamente la acomodaticia noción de “Estado”, cuando es la peor antítesis de estado deseable que los venezolanos hayamos padecido en los últimos setenta años;

d) que sus voceros pretenden establecer un poder temporal basándose en una relativa (por parcial) verdad unívoca y en ello resultan ser más perjudiciales que una pseudo-religiosa secta de engañabobos; ellos no suman, restan.

e) que tal gobierno está dispuesto a imponer su monotema y a consolidarse como Estado-Totalitario (o quizás a ellos les suene mejor, régimen plenipotenciario), a fuerza de machacar cuerpos y conciencias, como parecen sugerir los indicios de que todos disponemos (¿o prefieren los voceros del gobierno que tildemos a tan enmarañados indicios como de casualidades?).

Esos son hechos que nadie debería evadir.

Lo grave a mi entender es que, por el hecho de que los discursos de uno y otro bando “se parezcan”, no nos estemos dando cuenta de lo que verdaderamente subyace en las “obras” del gobierno de turno, como lo es la institución de un todopoderoso régimen autocrático, ante el que no existirá -de lograr su cometido- ningún tipo de posibilidades de desarrollarnos como personas, ni tampoco como un estado cuyas bases sean la equidad y el bien común. Se trata de un proyecto totalizador que no admite reparos y, por lo tanto, embrutecedor, pues tampoco admite la disensión de pensamiento; un proyecto que condena a quien ose decir que le parece oler algo podrido en el muy distante país de Dinamarca. Un proyecto loable en apariencia, siempre y cuando a usted o a mí, simples ciudadanos de la polis, no se nos ocurra expresar que hay otras cosas en la vida, distintas y de más alto vuelo que el lamer suelas de héroes de monigote, mientras se rezan mono-neuronales “autos de fe” y “credos pseudo-ideológicos” (o ideológicos, lo mismo da) con una ligereza análoga al discurso de quienes pretenden imponernos una marca de cigarrillos. Un proyecto bien delineado para quienes estén bien alineados o alienados, como lo quieran, con un proceso que se arroga, de la boca para afuera, todas las virtudes de un humanismo exacerbado, mientras se incauta los no tan nimios beneficios de corrupción que confiere el detentar un poder que inocentemente se cobija a la sombra de la fuerza o del chantaje, de la represión o de la humillación: distintas caras de la violencia. Un proyecto, en suma, conveniente para quienes aspiren a fungir como pontífices del país y de sus gentes hasta un hipotético 2021, fecha en la que obviamente tendrán que volver a sacrificarse (incluso, en contra de su quebrantado espíritu de sacrificio) y seguir rigiendo los destinos de unos corderos que necesitan de sus nobles cuidados.

Y no deberíamos dejar entre renglones lo siguiente: una Sociedad-Estado con normas relativamente abiertas puede resultar sumamente opresora del común ciudadano, pero siempre será más susceptible de ser depurable por sí misma que una Sociedad-Estado de normas cerradas y talante monopólico, como lo es una autocracia.

II.-

“…Almas, no ciudades…”
Catalina de Siena

Toda sociedad juega su juego y para ello establece unas normas que le confieren (como a todo juego) la seriedad y el respeto del caso; y quienes la integramos tenemos la posibilidad de atenernos a tales normas y ¿por qué no? tenemos, también, el recurso de la anarquía o de la evasión, de la contracorriente o del descreimiento; temas que no pretendo abordar en este artículo, aunque suelen seducirme más, habida cuenta de la inobservancia de los principios básicos para una buena convivencia que practican quienes optaron por dedicarse a la política. Pero para no perder centro y volver al punto: la convivencia implica de hecho un pacto cuya mayor debilidad reside en que rara vez logra instituirse en norma y práctica de vida común, puesto que no enraíza en los predios de la sensibilidad humana, si es que algo de ella alienta todavía en los pechos de mujeres y hombres.

Obviamente, me parece absolutamente infructuoso que pensemos que un movimiento de oposición (palabra oprobiosa sólo de tanto escucharla) vaya a tener un discurso de más alto vuelo que el de un gobierno como el anteriormente descrito, si no hay un verdadero sustrato de hermandad en los pechos de quienes se debaten por el control de una república cuasi ficticia, de la que algunos creen recordar todavía que se llama Venezuela. ¿Pero qué podríamos esperar de una República plagada de desalmados? Sin embargo, hay voces como las del señor Pompeyo Márquez, a quien no tengo la honra de conocer, que apuntan hacia un país distinto, en el que como él recientemente dijera “cabemos todos”. Y tengo que decir que no siento la misma sinceridad en las palabras del vicepresidente, cuando escucho sus desgarrados llamados a “la cordura” hacia esos corderitos-espectadores que, según su tesis, unos cínicos quieren llevar al matadero. Y cito sólo a dos de los mal o bien llamados, vaya usted a saber, “actores” de la política en Venezuela. Un anecdotario de ese corte no tendría fin. Mas no quiero dejar de acotar que, a mi juicio, los llamados a la buena convivencia a que nos invita Pompeyo Márquez, están plenos de sentido humanitario. Y en este momento, esbozo al señor Márquez más como la encarnación de un humanista que como la de un simple “actor político”. Al menos, se me figura como la imagen del buen político que tanto echamos de menos en nuestros días.

A mí la verdad poco me importa cuál de los dos bandos del momento resultaría premiado con los ulteriores “beneficios” de una victoria política sobre su antagonista. Prefiero pensar que existe una alternativa distinta y provechosa para todos los venezolanos, que sume y no que reste. Me preocupa, eso sí, que no estemos los venezolanos buscando nuestro propio camino como nación. Me preocupa que, gracias a la común estupidez o desidia de los simples mortales, espectadores de la polis entre quienes me incluyo, unos pocos -como una y otra vez ha sucedido a lo largo de la historia de todas las civilizaciones- se arroguen el trono temporal que dictamine la propiedad de uno de los pocos bienes que tenemos, si no el único: el soledoso derrotero de nuestra libertad, nuestra posibilidad única e indivisible de ser persona y nuestra opción de refocilarnos o no con nuestra interioridad o con el mundo exterior. Me preocupa que todavía se piense que quien está con uno, está al lado del Tío Sam y que quien está con el otro, está al lado de un San Nicolás Marxista. Eso es tan absurdo como que una turba se mate porque unos y otros siguen a distintos equipos de fútbol. Me niego a semejante reduccionismo. Tal no puede ser nunca jamás el norte de nuestra brújula. Nosotros tenemos que buscar en nuestras raíces, sí, pero sin evadir la posible, repito, al menos posible, colaboración entre los pueblos.

Tenemos que lidiar –y saber lidiar bien– con la brutalidad implícita en nuestra humana naturaleza, cuando en ella se corrompen los principios básicos de toda convivencia humana. Principios que, sin pestañeos ni sonrojos, han violado una y otra vez, quienes hoy se adornan con palabras de vacuo altruismo, cuando y sólo cuando están sobre el podio. De lo que se trata es de predicar y de construir, desde cada uno de nosotros, una verdadera revolución de la ética, desinteresada, franca, persistente, contagiosa. Sin ello es muy poco lo que podremos avanzar.

Quiero finalizar rescatando para este artículo unas impublicadas palabras que escribí en Enero de 2002:
“…tengamos presente que mientras más lunático es el estado del paciente, más impredecibles serán sus reacciones. Y que si hoy tenemos a un títere mesiánico azuzando al país con peroratas de vikingo, es porque nosotros lo pusimos allí; porque, una vez más, olvidamos los errores de nuestro brevísimo pasado; porque, en gran medida, nosotros también hemos estado enfermos de locura como nación, porque siempre hemos antepuesto bolsillo, estómago, hígado o rapacidad a causa común, a bienestar del colectivo. Y eso es lo más importante a destacar en este momento: si aquella franja de nuestro ser que sabe conjugarse y congraciarse con la idea de grupo, buscando aquello que los humanistas bautizaron como “bien común”, está pasando -en este breve rizo de nuestra historia- por un rapto de singular claridad en lo que atañe a fin y premisa de lo que nos es caro y deseable para nuestro pueblo, incluso en un sentido tribal, entonces persistamos en mantener nuestros sentidos en continuo estado de alerta; no permitamos que se diluya en nuestras manos la experiencia de este malestar. Acusemos el golpe y tratemos de sacar algo bueno y creador de ello. Es una oportunidad de oro la que se nos brinda: la de que, por una vez, terminemos de empezar algo. Si somos honestos, ése es uno de los emblemas que identifican nuestra idiosincrasia: poco no es lo que dejamos a medias. Terminemos de empezar a construir con jovialidad y verdadero espíritu de sacrificio esa casa grande y respirable que todos, como nación, nos merecemos; esa casa grande del espíritu que reside en todo ser humano y que tantos patanes y politiqueros han dejado como la más paupérrima barraca de una estrecha realidad…”

Caracas, 30 de Abril de 2004
Luis A. Contreras

Publicado en el desaparecido portal http://www.elmeollo.net/

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